Las mujeres y los niños primero, desde el corazón roto

Las mujeres y los niños primero, desde el corazón roto

Lisa tenía ahora cuarenta años, no tenía trabajo y no había visto a su hija, Wonder, en dos años. Dos años sin ver a su propia hija era toda una vida. Todo eso podía pasar en apenas dos años. Se preguntó si su hija la había olvidado. Lisa había dejado de enviar cartas. Sin respuesta era difícil seguir escribiendo. Ahora su hija tendría once años, una desconocida.

Había llamado a su hija Wonder porque se había preguntado por qué Dios le había permitido ser madre. Algunas cosas eran sencillas. El resto de la vida de Lisa casi nunca parecía simple y ahora mismo estaba concentrada en encontrar un refugio para la noche o un novio, lo que resultara primero. Tomaba su vino del mercado de la esquina, donde Shelley la conocía y cuidaba de ella. Shelley era una anciana de rostro amable y con la mayoría de los dientes desprendidos. Después de que Shelley pillara a Lisa robando, la cogió con fuerza del brazo y le dijo: "¿Cuál es tu historia?".

Y Lisa se puso a llorar allí mismo, en el pasillo, por primera vez en mucho tiempo, y le contó a Shelley cómo los servicios sociales se habían llevado a su hija y la habían colocado en una casa de acogida, y cómo nadie escuchaba su versión de los hechos. Cómo lo intentaba, cada día, lo intentaba. Pero esperaban que luchara contra una adicción que había tenido la mayor parte de su vida con pocos o ningún recurso y que lo hiciera cuidando a un niño al mismo tiempo. Algunos días parecía que debería haber sido capaz de hacerlo por arte de magia, de lograr la sobriedad por sí misma. Pero algunos días, la mayoría de los días, estaba paralizada por la desesperación al conocer los límites de sus capacidades. Su necesidad era inmensa en dos direcciones opuestas: echaba de menos a su hija, pero también, desesperadamente, necesitaba beber. Después de perder a su hija, sintió confirmada su vergüenza: debía ser una persona horrible.

Shelley lo entendió. Desde entonces, Shelley guardaba una botella de vino para que Lisa viniera a recogerla cada día, ni más ni menos, y las dos mujeres se sonreían porque, de un modo u otro, eran del mismo palo. A Lisa no se le había ocurrido preguntarle a Shelley cuál era su historia.

Noticias relacionadas